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Sentimientos del adolescente enfermo

La aparición de la enfermedad en un adolescente genera muchos cambios en la vida: cambios en relación consigo mismo, de imagen, de expectativas y deseos, en la escolaridad y en las actividades en general, y en las relaciones con otros: familia, amigos, etc.

Si bien deberá transitar esta situación por un período extenso y la enfermedad aparece como una invasión, es deseable que pueda tomarla como una parte de su vida, pero no la única, y que pueda continuar, dentro de lo posible, con otros aspectos de la misma.

Es importante ayudarlo a aceptar la enfermedad y a encontrar, conjuntamente con el equipo profesional, la motivación que le ayude a avanzar con el tratamiento para llegar a ese objetivo común: la curación. Es fundamental que busque respaldo también en la familia y amigos, como una buena compañía para este momento difícil, y para fortalecerse. Ese entorno puede ayudarlo a reemplazar la pregunta “¿Por qué me tocó a mí?” por “¿Qué puedo hacer con lo que me tocó?

Muchas veces las molestias por la enfermedad se vuelcan contra el tratamiento y sus consecuencias. Ese enojo se puede extender a aquellos aspectos que son beneficiosos, como una buena alimentación o la medicación, y rechazarlos, en lugar de trabajar para la desaparición de la enfermedad y el crecimiento de su persona. 

En esta compleja etapa de la adolescencia, donde buscan la independencia de sus padres para encontrar sus propios modelos, la enfermedad lleva a una mayor dependencia de la familia, de los profesionales, de la medicación, etc.

La falta de independencia que genera la hospitalización le resulta particularmente desagradable al adolescente. Los jóvenes, en general, no quieren que sus padres los acompañen al hospital o que participen en discusiones con el médico. Para los padres esto es tan difícil como para ellos, pero se sugiere tratar de respetar el deseo de sus hijos de ejercer tanto control como sea posible sobre su enfermedad. Es importante tener en cuenta que el Nuevo Código Civil y Comercial presume que el adolescente entre 13 y 16 años tiene aptitud para decidir por sí respecto de aquellos tratamientos "que no resultan invasivos, ni comprometen su estado de salud o provocan un riesgo grave en su vida o integridad física»; y a partir de los 16 años lo considera como un adulto para las decisiones atinentes al cuidado de su propio cuerpo".

En la pre-adolescencia y adolescencia el miedo a la muerte prevalece a otros miedos ya que toman conciencia de la gravedad de su enfermedad. Esta concientización, si va acompañada de una comunicación significativa por parte de los adultos, puede hacer que se preocupen menos. Ellos encuentran un gran alivio cuando se les da la oportunidad de expresar sus preocupaciones con un adulto comprensivo.

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